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"La vida se ríe de las previsiones y pone palabras donde imaginábamos silencios y súbitos regresos cuando pensábamos que no volveríamos a encontrarnos."
José Saramago

noviembre 14, 2009

LA NIÑA, EL PRINCIPE Y EL CAFE CON LECHE

La infancia y la adolescencia, esas dos épocas de mi vida que ahora me parecen tan remotas y extrañas como un cuento, ¿me han pertenecido realmente? ¿Fui yo, de veras, aquella niña vivaz y esta jovencita huraña, silenciosa y apasionada que veo en el recuerdo a una luz de sueño? ¿Y fue mi casa esa pequeña casa antigua, blanca, con un gran patio lleno de rosales entre las coles? Mi madre desciende los tres escalones de la puerta del comedor, con su ancho delantal con puntillas, su vestido de muselina clara, el pesado moño sedoso sobre la nuca, y vuelvo a oír su voz aguda:
-¡Susana!
Una cabeza coronada de apretadas trenzas castañas surge entre la maraña de gajos con que una enredadera de caracol millonaria de caprichosas flores retorcidas, protege una especie de túnel abierto entre el muro, guarnecido de hiedras y la balaustrada de la escalerita de madera que baja hacia la quinta:
-¡Estoy aquí, mamá!
-¿Qué haces que no vienes a tomar el café, criatura?
-No puedo, mamá. Me robó el mago Sietededos, y mientras no llegue el Príncipe Afortunado, que ha de libertarme, tengo que seguir presa en esta horrible cueva.
-¡Ven en seguida a tomar tu café, Susana! ¡Ah, Dios mío, esta criatura parece tonta! Las cosas que se le ocurren, y las rarezas que hace. ¿A ver? ¿Ya volviste a sacar la colcha de tu cama para disfrazarte? ¡Y otra vez con mi prendedor de coral y el abanico de Fernanda! ¡En seguidita a dejar todo eso en donde lo sacaste! Y a la mesa, también, en seguida.
En las oscuras pupilas de la niña hay una luz obstinada y una expresión ausente. No la entienden. Ella es una princesa cautiva, con su manto de púrpura, su broche de rubíes y su abanico de plumas de faisán. Sube despacio los escaloncitos carcomidos, arrastrando la cola de raído damasco carmesí, en la que un desgarrón que luego mamá coserá rezongando, enhebra una rizosa hojuela de helecho arrancada de la planta durante la lucha con el hechicero. En su cabecita de siete años retumba el galope del alazán de su caballero que corre a libertarla, y en sus oídos resuena el rumor de las trompetas y los pífanos de la comitiva regia. Pero ella ya no estará en la cueva cuando Afortunado llegue a salvarla y a pedirle su mano. Culpa de mamá. Mamá no comprende y se empeña en que beba su taza de café con leche y se atiborre de tostadas. Los ojos inocentes, abiertos ávidamente al mundo de la fantasía, se llenan de lágrimas. Pero está bueno este aromático café del Brasil, que papá y sus hombres pasaron de contrabando por la frontera de la Mina, es sabrosa esta amarilla manteca traída de la chacra ayer mismo; y el tazón de loza orlado de pimpollos rosados y mariposas doradas que vuelan sobre un pastor y un pastora que se están besando, encanta a Susana, amiga de las cosas bonita.
Todo está muy bien, y Susana empieza a sentir un apetito que le envidiarían las reinas, hartas de arroz con leche y almíbar perfumado de limón. Mamá la mira de reojo, sonríe, y dice, señalando la taza semivacía:
-¿Quieres que vuelva a llenártela hijita?
Y por un rato, en el terrible subterráneo cubierto de un laberinto de enredaderas fragantes, el mago Sietededos y el Príncipe Afortunado fraternizan en el olvido de la princesa que despacha con un apetito absolutamente candoroso y plebeyo su segunda taza de café con leche y la última rebanada de pan casero con manteca amarrilla que pone la garganta suave como una gamuza. A los siete años la imaginación es fácilmente sofocada por el estómago, amo imperioso. Y filosóficamente, Susana, envuelta en su manto real de viejo damasco y el abanico de lentejuelas de oro junto a su platillo, se consuela de la aventura trunca, dando fin, cumplidamente, a la nutritiva merienda.
Sus redondas mejillas echan fuego y le rebrillan los puro ojos que ya se encargará la vida de nublar más adelante, cuando nada pueda consolarla. ¡Ah, muchas veces, después, su plato quedará intacto ante ella, inapetente y melancólica por sus seños desvanecidos y sus esperanzas frustradas!


De Chico Carlo
Juana de Ibarbourou


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